LA MAGIA DEL CONTENEDOR

Hacía ya bastante tiempo que Fernando lo observaba desde su ventana. Lo veía aparecer todas las noches a la misma hora, arrastrando un pesado carro de la compra. Al principio no le reconoció. Cuando al cabo de unos días se hizo con unos prismáticos, comprobó que efectivamente se trataba de él. Era Laureano Fernández, su compañero de instituto.
Después de este descubrimiento todo el afán de Fernando estaba en tratar de averiguar cuál sería la razón que movía a su compañero a emprender tales excursiones nocturnas por los contenedores del barrio. ¿Qué haría con lo que cogía? ¿Lo vendería? A él, que nunca le había faltado de nada, le costaba comprender que un muchacho de catorce años se viese en la necesidad de coger lo que los demás desechaban.
Laureano era un chico un tanto singular, no se relacionaba apenas con nadie. La expresión de su cara era rígida, apretada, con unos ojos oscuros que parecían querer esquivar todas las miradas ocultándose tras una maraña de pelo largo y grasiento. En realidad, era como si todo él se camuflara bajo un aspecto triste y anodino: casi todos los días llevaba el mismo jersey a rayas descolorido y unos pantalones llenos de remiendos del mismo color de las baldosas de las aulas del instituto. Incluso sus zapatos siempre eran los mismos, unos deportivos grises muy gastados y con una de las suelas despegada. Los deportivos que la madre de Fernando iba a tirar estaban más nuevos que los suyos.
Un día, al salir del instituto, decidió seguirle sin que él se diese cuenta. Cada vez se alejaba más y más hasta llegar a la periferia de la ciudad. Estuvo casi una hora caminando.
Laureano se adentró por un callejón dónde sólo se veían un par de casas semiderruidas, y Fernando decidió dar media vuelta porque iba a retrasarse demasiado y su madre se preocuparía. Jamás hubiese imaginado que pudiese vivir tan lejos.
Laureano se adentró por un callejón dónde sólo se veían un par de casas semiderruidas, y Fernando decidió dar media vuelta porque iba a retrasarse demasiado y su madre se preocuparía. Jamás hubiese imaginado que pudiese vivir tan lejos.
Una vez en casa, mientras se zampaba los restos de comida fría en un rincón de la cocina, pensó en el largo camino que su compañero tenía que recorrer todos los días y que además volvía a repetir por las noches; con razón estaba tan delgado y su calzado tan gastado. Pero, ¿cuál sería su casa? ¿Viviría en alguna de aquellas casas en ruinas? Se había quedado tan preocupado que ni si quiera le importó que su madre lo hubiese castigado sin su postre favorito.

Luego fijó su mirada en el hueco que había entre el contenedor y la acera, ligeramente iluminado por la débil luz de una farola, y allí tampoco estaban ya los deportivos. ¿Sé los habría llevado Laureano?

Todo un vestuario que, como si de un prestidigitador se tratase, con la excusa de que esto se le quedó pequeño o de que esto otro lo había perdido, hizo desaparecer para que fuese a parar al armario de Laureano Fernández.
Una semana antes de su cumpleaños su padre le preguntó qué deseaba que le regalase. Fernando, que hasta aquel momento se había mostrado dubitativo, supo en seguida lo que quería… Aquella semana pasó muy lenta, cada día se hacía eterno y cuando al fin llegó el día señalado, después de la fiesta, Fernando esperó a que se marchasen todos los invitados para apresurarse a realizar aquello que al día siguiente le proporcionaría su verdadero regalo: bajó a la calle y arrojó al contenedor la bicicleta que acababan de regalarle por su cumpleaños.
Autora: Carmen Marín
Relato Ganador del Premio literario propuesto por la Ong Impulso Humano de Tenerife para financiar un proyecto de un comedor escolar en una localidad de Uruguay.