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jueves, 26 de julio de 2012

VIENTOS DE MARTE



        Acabo de tener un sueño que me ha traído gratos recuerdos. Estaba en una casa enorme y misteriosa. Nunca había estado allí antes, sin embargo, cuando sonó el reloj de péndulo del salón me di cuenta que era la vieja casa de mi tía Mercedes donde solía pasar la mayoría de los veranos de mi infancia. La casa estaba muy tranquila y silenciosa y, como siempre que nadie me veía, me deslicé por la barandilla de la escalera y corrí hacia la sala de costura para volver a contemplar aquel cuadro que tanto me gustaba de pequeña. Era una antigua lámina de finales del siglo XIX  titulada “Vientos de Marte” y representaba un hermoso paisaje con un lago rodeado de frondosos árboles e iluminado por los últimos brotes de luz del crepúsculo…


       Recuerdo que cuando contemplaba aquella imagen me parecía adivinar los sonidos del viento que azotaba los árboles y sin darme cuenta de pronto me veía a mi misma en el cuadro bajo el gran jacarandá que había junto a la orilla del lago.  Allí, recostada sobre la preciosa alfombra de color malva que formaban sus pétalos caídos,  pasaba las horas escuchando el canto de los pajarillos, mordisqueando el tallo de alguna florecilla silvestre y sintiendo aquel refrescante viento de la tarde en mi rostro…

      Había entrado y salido tantas veces de aquel paisaje en aquellas largas y tediosas tardes en las que mi tía se empeñaba en que aprendiese a hacer ganchillo que se había convertido en mi lugar favorito. No se que pasaría con aquel cuadro. Durante mi juventud apenas iba por aquella casa, exceptuando el día en que mi tía murió que fui con mis padres al velatorio y ya el cuadro no estaba colgado en la sala. Era como si se lo hubiese llevado el viento o… ¿quién sabe? Los vientos de Marte, como su autor lo titulaba.

       Creo que desde entonces aprendí a retener los diferentes paisajes que los vientos han ido pintando a lo largo de los años de tal modo que casi podría recorrer mi vida entera como quien visita un museo observando los cuadros con todos sus detalles.

        En un mañana de primavera del 84, los vientos soplaron a mi favor y me trajeron la imagen que ha marcado y llenado por completo mis días, la obra maestra:
         Bajo un cielo plagado de golondrinas, el sol baña con una luz blanca e intensa las baldosas del patio del orfanato.  Hace calor y yo estoy sentada en un banco a la sombra de un pequeño limonero, esperando impaciente a que aparezca una entrañable niñita de cuatro años con toda la cara cubierta de pecas y dos graciosas trenzas con lacitos rojos… Era la pequeña Laura, mi adorable niña, que asomando sus cabecita por la puerta de rejas me regaló aquella sonrisa tan tierna y luminosa que penetró hasta el rincón mas profundo de mi corazón. 

         Fui muy feliz durante muchos años con esta pecosita inquieta a la que le encantaba pintar todo de color verde. Sus dibujos y también la pared, el mantel, el sofá, la moqueta…
        Yo le decía que habían muchos más colores en su caja de témperas, que no tuviese miedo a usarlos todos. Sin embargo, Laura siguió bastante tiempo obsesionada con este color. Y la verdad es que fueron maravillosos años verdes de esperanza y de simpáticos vientos que jugaban con cometas y hacían girar alegres molinillos de papel. Vientos que nos trajeron los más deliciosos aromas sacados de esas densas espesuras verdes del interior de los jardines dónde la vida es más intensa…
       ¿Por dónde iba? ¡Ah! Sí, intensa. Recordando intensos instantes he vuelto a quedarme profundamente dormida…
   
    Hace frío. En este último sueño que he tenido era invierno y más que un sueño ha sido una horrible pesadilla. Volví a entrar en el cuadro de la casa de mi tía pero esta vez el paisaje era gris e inhóspito y yo me sentía perdida. Sombríos vientos soplaban incesantes y traían voces de la lejanía. Las aguas del lago estaban cubiertas de bruma. Yo me acercaba despacio, con miedo, mucho miedo y veía que el agua ya no reflejaba el crepúsculo, ni las nubes, ni las aves, ni los árboles, nada. Solo mi rostro agrandado por la congoja y envuelto en tinieblas.

       Fue entonces cuando la vi venir a lo lejos. Era ella, la soledad, la que dibujó este paisaje tan siniestro el día en que Laura se fue lejos. Mi pequeña Laura, que ya no lo era tanto. Cuando cumplió los 18 años quiso buscar a sus verdaderos padres y el viento se la llevó de mi lado, repentinamente, tal y como la había traído…
       Aquella tarde Laura y Mauricio, mi marido, habían discutido. Yo andaba entretenida con mis labores y de vez en cuando trataba, inútilmente, de distender el ambiente pero solo conseguía empeorar las cosas con mis palabras, así que decidí mantenerme al margen, con mi boca cerrada, sin poder evitar que se me escapase algún que otro suspiro…
      Esos suspiros me acompañaron durante bastante tiempo, en todas las estériles conversaciones cargadas de reproches que tuve con Mauricio después de lo ocurrido,  hasta que acabamos divorciándonos.
      Nunca me gusto decir adiós, pero esta vez, la verdad es que me dio lo mismo. Y así, de repente, de un día para otro cada uno tomo su propio camino…
       El mío, mi camino, sin Laura, aparece en mi siguiente cuadro como un sendero mugriento, solitario y baldío que discurre junto a las aguas oscuras de un río. A lo lejos se divisaba una pequeña barca, dentro había un hombre con barba y sombrero que pescaba, quizás fuese Mauricio, para mi ya un desconocido.  Sólo sé que me acerqué para preguntarle por mi pequeña:
       Se llama Laura ¿La has visto?
       Unicamente obtuve por respuesta una doble negación con la cabeza.
       Fue entonces cuando el viento sopló con más fuerza y trajo voces que me zumbaban en los oídos. Las voces decían palabras. Palabras ausentes convertidas en altísimas y afiladas montañas de remordimientos. Eran aquellas palabras que hubiese querido decirle a Laura antes de irse y nunca lo hice.
        Miré hacia el horizonte y dirigiéndome a los vientos grité desconsolada:
        ¿Por qué? ¿Por qué no traté de disuadirla para que no se marchase aquel día? 
       Quizás fue mejor así. Si.
    
        Acostumbrada a no obtener respuestas yo misma me respondía con mi propio eco. Siempre quise que Laura aprendiese a usar todos los colores de su caja de témperas y en realidad eso hizo mi pequeña al partir, aunque para mí todo se haya quedado desdibujado con un único y triste tono gris.
        ¿Fue mejor así?
     Volví a preguntarle al viento. De nuevo nadie respondió y mi voz comenzaba a sonar asustada y temblorosa…

       A medida que pasaba el tiempo más la echaba de menos. Viví una época insulsa  y vacía, con largos silencios y espacios en blanco. Me sentía tan perdida que ni siquiera conservo recuerdos. A menudo tenía la sensación de que estaba caminando en sentido contrario como si retrocediese y volviese a recorrer los mismos caminos ya andados. Cuanto más avanzaba, más me cansaba, más agotada me sentía y comprobaba, exhausta, que efectivamente estaba realizando el camino de vuelta. Ahora parecía mucho mas largo. El tiempo transcurría muy lentamente o quizás era yo la que iba demasiado despacio. Lo cierto es que cada vez me costaba mas distinguir entre las cosas que me pasaban y las que mi mente proyectaba en mis cuadros de lienzo.
      Un día como otro cualquiera al abrir una puerta me caí y sin saber como me vi dentro de otro de mis cuadros.

       En éste había dibujada una habitación fría y azul de un triste hospital. Varias personas extrañas con batas blancas deambulaban cuchicheando por delante de mi cama. Una de ellas apuntaba algo en un cuaderno mientras otra clavaba una alargada aguja en mi brazo. Dolía…
     Dolía, sí, y sigue doliendo esta enfermedad que llega con los vientos de mi temprana vejez. Se llama Parkinson dicen. Y yo me pregunto sino serán los vientos de Marte que en la negrura de la noche de mis días confundieron mi cuerpo arrugado con las ramas de los árboles del lago y por eso lo golpean y lo menean de continuo sin ton ni son…
      A pesar de todo, aunque el cielo esté muy negro, la vida sabe como hace sus cosas concediéndonos pequeñas treguas en las que podemos reconciliarnos con los tiempos pasados.
      Aunque parezca mentira a veces los milagros ocurren y los vientos cambian de dirección empujando nubarrones a diestro y siniestro para que vuelva a salir el sol.

      Desde hace unos días, mientras salen torpemente de mis labios temblorosos, todas estas  palabras, Laura las va escribiendo, sentada frente a mí, con una paciencia infinita, en su portátil. Mi pequeña volvió a casa en cuanto supo que estaba enferma.
         Muy a menudo sin darme cuenta me acurruco entre palabra y palabra y vuelvo a quedarme dormida para volver a soñar con el bonito lago o con el hermoso jacarandá…
         Lo mejor de todo es que cuando me despierto ya no le temo a ningún viento porque Laura permanece aquí a mi lado iluminando con la dulzura de su amor éste, que seguramente será el último de mis cuadros. Y aun cuando en mi vida ya se haya hecho de noche este paisaje repleto de fulgurantes estrellas es, sin duda, el más hermoso de todos porque estando en él mi pequeña… ¿Podría ser de otro modo?


Autora: Carmen Marín

Relato finalista en un Certamen de Relatos de San Roque (Cádiz)