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viernes, 27 de enero de 2012

Algunos recuerdos...

MIS PRIMEROS RECUERDOS






Una vez oí decir que si en el lugar donde nacimos había un río, siempre escucharemos su murmullo…Al fondo de mis recuerdos, en lugar de un río, se oye un repicar de campanas. Las campanas de la torre de la iglesia que se veía por la ventana de la casa donde nací. Recuerdo que allá arriba, en lo alto del campanario, anidaban las cigüeñas. Seguramente una de ellas me trajo a mí desde Paris. En aquella época todos los niños y las niñas veníamos de allí. Yo llegué la primera, luego vino mi hermana y después mis dos hermanos. 

Recuerdo con ternura los sábados por la mañana, cuando jugábamos los cuatro juntos, tan alegres y libres de colegios. Aunque ahora que lo pienso, en realidad, a mí el colegio me gustaba. Aún puedo ver con claridad la portada de mi primera cartilla, la cartilla Amiguitos. Un recuadro negro en el centro y a los lados un niño y una niña sobre un fondo color naranja. En las dos primeras páginas aparecían las vocales, cada una con sus inolvidables dibujos: el avión para la a, el elefante para la e, la iglesia para la i, el oso para la o y la uva para la u. Para las consonantes, había un gran tomate junto a la t y junto a la l una gran luna. ¿Para la letra b era una botella o un barquito? No lo se. Esa imagen se me borró. Del que sí me acuerdo bien es de ese otro barquito que había una vez y que era tan chiquito que no podía navegar…
Debieron pasar una, dos, tres, cuatro, cinco, seis semanas, que en aquel entonces eran más largas, cuando me aburrí de aquella canción tan corta que volvía a empezar una y otra vez… Así que cambié el barquito por una barca a la que las niñas bonitas podían subir sin pagar dinero. Y cuando me cansaba de la barca, me iba de paseo con mi muñeca vestida de azul con su camisita y su canesú…

A mamá también le gustaban mucho los cambios. Recuerdo que empapelaba las paredes cada dos por tres y encima del papel pintado con rayas verticales colocaba otro con tulipanes o con margaritas. Otras veces, solía cambiar unos puntos de Spar, que con mucha paciencia reunía, por toallas o vajillas. Me acuerdo de que para pegar los cupones fabricaba un pegamento casero a base de agua y harina. 
Me gusta recordar los olores de entonces, como el olor del café cuando mamá lo molía en un molinillo con manivela o el de las palomitas saltando en la cacerola de aluminio. También recuerdo los sonidos. Nuestra cocina, a menudo, parecía una feria. La cafetera silbaba todo el día y la lavadora zumbaba y chirriaba mientras que soltaba remolinos de espuma. Recuerdo que mi hermana y yo soplábamos aquella espuma tan blanca y nos parecía que nevaba.
                              
 Creo recordar que aquel blanco era más blanco, quizás porque mamá le daba un ojo y otro ojo a todas las gasas, a los piquillos y a las sábanas que volaban como palomas blancas tendidas en la azotea. 

Me acuerdo de papá encalando las paredes del patio, salpicándolo todo de puntitos blancos. Para secarse el sudor de la frente sacaba de su bolsillo uno de sus pañuelos de hilo, que siempre llevaba muy doblado y planchado.

La mayoría de todos aquellos primeros recuerdos me vienen en blanco y negro, como si los viese en la tele que teníamos. Hasta que, por fin, unas navidades los reyes nos trajeron nuestro primer televisor en color y se grabaron en mi memoria los colores de aquella carta de ajuste que duraba tanto… A la hora de comer aparecía un reloj al que siempre le faltaban unos segundos para las tres en punto y seguidamente comenzaba el telediario. Recuerdo que el hombre del tiempo siempre era el mismo. 
Los sábados por la mañana veíamos los Chipiritiflaúticos, Durante las meriendas echaban “Un globo, dos globos, tres globos” y el “Un, dos, tres” nos amenizaba la cena de los viernes. 

Esta segunda etapa de mi infancia la recuerdo con muchos números. Había números por todas partes, tanto en la tele como en las clases o en el patio del cole cuando contábamos todos los novios que íbamos a tener, saltando a la comba, o en casa de mi tía donde los viernes de Dolores toda la familia se reunía para celebrar su santo y jugar a la lotería. A casi todos los números se les llamaba de otro modo. Me acuerdo del 15, la niña bonita, o de los dos patitos, el 22. En una esquina de la mesa había una lata de galletas atestada de botones para apuntar en los cartones. Yo cogía los botones para apuntarme a la española, para apuntar a la inglesa prefería tres pesetas.
Cuando el reloj de cuco salía seis veces de su casita, mi tía nos hacía torrijas y más tarde, para la cena, preparaba deliciosos canapés, pero eso sí, sin nada de carne porque era vigilia.

Para que el domingo de ramos no se nos cayesen las manos, mis hermanos y yo casi siempre estrenábamos zapatos. Mis preferidos fueron unos zapatos negros de charol. Eran tan bonitos y brillaban tanto que cuando los llevaba puestos evitaba saltar a la pata coja para no estropearlos. Los que eran horrorosos eran aquellos zapatones marrones que se pusieron de moda.
 Los famosos zapatos gorila con los que regalaban una pelotita de goma de color verde que botaba mucho. Y si la pelota ya no bota mi mamá me compra otra… Y hasta que vuelvan a sonar de nuevo las campanas de mis recuerdos, por el momento, los vuelvo a dejar guardados en su lugar del pasado. 


Carmen Marín. Diciembre 2009

martes, 24 de enero de 2012

Vivencias

UN PASEO POR EL PARQUE




¡Qué bella está la tarde!
Es hermoso caminar por el parque, sin prisas
y observar tranquilamente a las palomas 
beber el agua de la fuente.
Las ardillas juegan al pilla-pilla 
en las copas de los pinos más altos,
bajo un cielo cubierto de cometas y golondrinas.
 El viento besa mi cara y se pierde
saltando de rama en rama por las acacias.
Cerca del estanque de los patos, me he sentado en un banquito de piedra. 
Unos niños suben y bajan por el tobogán mientras  
mi corazón reposa en la fragancia de las rosas 
y mi sonrisa se escapa feliz 
para columpiarse,de aquí a allá, 
entre pétalos de flores y 
el vuelo travieso de las mariposas.
Veloces, como las nubes, 
mis pensamientos huyen hacia el ocaso
y renacen mis sentidos, 
impregnados de toda clase de olores, sonidos
y  de los vivos colores que la tarde 
derrama en el parque por todos sus rincones.
 

Autora: Carmen Marín
Mayo 2008

jueves, 12 de enero de 2012

CUENTO

  ATRAPANDO MARIPOSAS


           La ví por primera vez aquella tarde de finales de junio. Yo acababa de cumplir seis añitos y jugaba con mi nueva muñeca en un rincón del patio, junto a la verja. 
 
          Mi abuela bordaba junto a mí, sentada en su mecedora mientras tarareaba la melodía de un bello vals de Chopin; el mismo que sonaba en la radio desde el interior de la casa. Entonces la ví aparecer de la nada. Revoloteaba caprichosamente por entre las blancas margaritas, los geranios y los jazmines.

 
           Entusiasmada, la perseguí con la mirada un buen rato. Me parecía que danzaba al son de aquel vals por un palacio de flores de cristal. Como vestida para la ocasión, lucía sus más bellas galas... ¡Nunca había visto una mariposa así!
        De repente la música paró, se rompió el hechizo, y pude ver sorprendida cómo la mariposa se posaba plácidamente sobre el hombro de la abuela para descansar de su baile. Durante unos segundos se quedó allí quieta, inmóvil, esperando a que la abuela levantase la vista de sus labores y le sonriera. Por unos instantes, ambas cruzaron sus miradas con cierta complicidad, como si ya se conocieran... 

          Luego, la mariposa se elevó suavemente por encima de la verja y volando calle abajo desapareció...
           
     Más tarde intenté dibujarla en mi cuaderno pero entre los lápices de colores no encontré ninguno que se pareciese al color de sus alas. Fui a preguntarle a la abuela y ella enseguida supo dar con el color exacto, señalando a una de sus bobinas de hilo, me dijo:
           - Es una mariposa de color añil.

          
          Esa noche soñé con ella. Al día siguiente, cuando regresaba de jugar en el parque con el abuelo, me esperaba en casa una maravillosa sorpresa… Como por arte de magia, con sus ágiles manos, mi abuela había conseguidoatrapar a la bella mariposa en su aro de bordar. Era una copia exacta. Idéntica. El mismo añil aterciopelado de sus alas.
            ¡ Sólo le faltaba volar!. 
         
           Yo estaba muy contenta porque así la mariposa no escaparía y podría contemplarla el tiempo que quisiera.Por la noche, mientras mamá me bañaba, le dije que de mayor quería hacer la misma magia de la abuela. Quería aprender a retener en aquel aro mágico todas las cosas bellas que encontrara.
A la edad de doce años ya sabia bordar medio bien. Creo recordar que la mayoría de mis primeros bordados se quedaron allí en el pueblo. Mi abuela los guardaba con tanto cariño en su baúl que se los regalé. Pero el de mi mariposa, yo misma lo metí cuidadosamente en una de las cajas, el día en que mamá y yo hicimos la mudanza para trasladarnos a la ciudad. Todavía hoy, después de tantos años, lo conservo. Allí permanece aún, inmóvil en el tiempo, mi mariposa de color añil...

  A veces pienso que hay algo en la condición humana que nos impulsa a pretender hacer cosas que duren para siempre. El tiempo transcurre tan veloz que, por más que intentamos atraparlo, inevitablemente se nos escapa por entre los dedos y le perdemos el rastro, y es entonces, cuando menos lo esperamos, al doblar una esquina, al oír una antigua canción o simplemente al abrir un cajón, cuando sale a nuestro encuentro, renovado, vestido con amables recuerdos que parecían destinados al olvido. 
 
          Algunas noches en las que no puedo dormir salgo a la terraza para dejar que la suave brisa nocturna me sople en la cara y peine mi cabello hacia atrás, consigo así recuperar la sensación de sentirme viva como cuando estaba en la casa del pueblo. Vuelvo a sentir de nuevo aquel aire fresco impregnado de flores y disfruto como una niña pequeña. Como la niña que era, 
como la niña que, a mis casi ochenta años, sigo siendo en el fondo de mi alma.
       Supongo que la abuela sentiría algo parecido cuando salía por la mañana muy temprano al pequeño jardín de detrás de la casa y hundía los pies en la hierba todavía húmeda por el rocío.

      Me encantaba verla hacer eso. Por aquel entonces pensaba que se trataba de una manía de las suyas. Ahora creo que todos tenemos nuestras propias formas de huir del implacable paso del tiempo, rituales que nos impregnan, a través de los sentidos, de ese algo eterno que reside en el presente.”




   
 
           Es curioso como algunas veces todo parece apuntar en la misma dirección. Hace unos días hablaba con Raúl de las extrañas coincidencias de la vida. Y ayer mismo, por la tarde, mamá apareció por mi apartamento, después de casi dos meses sin saber nada de ella, para traerme este diario que encontró entre las viejas pertenencias de la abuela y decirme que por fin se había decidido a vender la casa del pueblo.

           La lectura de este diario de la abuela me está resultando apasionante, sobre todo por la increíble manera en que llego a identificarme tanto con ella. Anoche me quedé despierta hasta muy tarde leyéndolo y mecanografiando algunas páginas que hoy tenía la intención de llevar a clase de literatura, pero me he quedado dormida y no he ido a la Facultad. Debería aprovechar y estudiar para el examen del próximo viernes y, sin embargo, sigo aquí con el diario en la mano. Hay otras partes que también me gustaría mecanografiar aunque me es francamente difícil seleccionar entre tantos hermosos pensamientos y tan ricas experiencias vividas.
   
      Ahora que lo pienso, mamá parecía muy contenta por la venta de la casa del pueblo, sin embargo, y no sé por qué, la noticia no acaba de gustarme. ¡Precisamente ahora que empiezo a familiarizarme con aquella casa que tanto amaba mi abuela...!





           “ Hoy algunas hojas secas empiezan a caer. Abro la ventana y dejo que el viento me arrastre, como una de esas hojas secas, por las calles de mi memoria y me lleve a la orilla de las entrañables noches en la casa del pueblo cuando, el abuelo Vicente y yo, subíamos despacito por la estrecha escalera que conducía a la azotea, sin hacer ruido para no despertar a mamá y a la abuela…
              Allá arriba, las estrellas esperaban sigilosas a que el abuelo enfocase su pequeño telescopio hacia la inmensidad del universo y mi imaginación volaba veloz por aquellos amplios espacios siguiendo la trayectoria de cometas, planetas, astros y galaxias que el abuelo trazaba con sus palabras.


       
       Algunas noches eran tan oscuras que apenas adivinábamos nuestros rostros y, callados en aquel oscuro silencio, escuchábamos el eterno susurro de esas luces del pasado que, atravesando la eternidad, fingen brillar en nuestro presente.  

            -  Nunca te fíes de las apariencias, Violeta. Fíate de tu corazón.

            Su forma de entender la vida siempre me llamó la atención. A menudo solía decir que en todas las cosas subyace, misteriosamente escondido, otro pequeño universo. Y que para descubrirlo no hace falta poseer mucha sabiduría. Basta con aprender a mirarlas como realmente son.
           Parece que el otoño por fin se ha decidido a venir. No ha parado de llover en toda la tarde. A veces amenaza tormenta... 
          Cuando las campanas de la ermita del pueblo tocaban el fin de la tarde, para alguno de nuestros seres queridos se convertía en la última de sus tardes... A partir de entonces, el repique de esas campanas permanece unido en el tiempo al eco de un callado llanto que nos oprime el pecho y la garganta...
         Afortunadamente siempre vuelve a salir el sol para los que seguimos aquí. Vuelven a volar las mariposas de color añil.

          Esta mañana la volví a ver entre las flores de la terraza. Sabía que tarde o temprano mi mariposa me encontraría.
 
        Volaba libre y feliz porque anoche la liberé de aquel viejo tejido. Se habían deshilachado un poco sus alas y comprendí que debía dejarla en libertad y deshacer la magia que la atrapó en el aro del tiempo.
         Ahora mi mariposa venia a mí y se posaba suavemente en mi hombro saludándome. ¡Esta es la verdadera magia que hizo la abuela aquel día!. Por fin lo he llegado a comprender...
        De algún modo, también yo estoy ya fuera de ese aro del tiempo y mi vida entera es tan solo un instante. Un único instante. Un instante fugaz y eterno. Ese instante en el que todos los tiempos están presentes. El instante en el que la abuela sigue hundiendo sus pies en la hierba mojada. El instante en el que los dos universos de mi abuelo se unen en la eterna melodía de las estrellas.” 




         No hace mucho leí que si no se habla nunca de una cosa, es como si no hubiese sucedido. Al menos esto no ocurrirá con los recuerdos de mi abuela. Si la cita fuera cierta, por el reverso de la moneda, si habláramos de las cosas que deseamos que nos ocurran, estaríamos creando nuestro propio futuro.

        Volveré a llamar a mamá. Le pediré que no venda la casa. Le sugeriré que invitemos a mis tíos a pasar la Navidad en el pueblo. Les leeré el diario de la abuela y comprenderán...
         Y quizás algún día yo también viviré allí.  Y sentada en la mecedora, las mariposas no sabrán distinguir a la abuela, a la hija, a la nieta, a la niña.







Autora: Carmen Marín
Relato ganador del segundo premio en el Certamen de Carmen Martín Gaite del 2006, en Lumbrales, Salamanca.