Un alto en el camino
A veces, hay momentos en la vida
en los que nos sentarnos
a contemplar el camino recorrido.
Sabemos que el viaje continua,
que la travesía que nos queda aún es larga,
pero de pronto algo en nuestro interior
nos incita a parar.
A detenemos para abarcar con la mirada
el terreno pisado,
los tropiezos que esquivamos por el día
y los de aquellas noches oscuras
en las que caimos,
mientras la luna permanecía callada,
muda ante nuestros errores,
pero a la vez luminosa
derramando su resplandor a raudales
para indicarnos
el modo de volver a lenvantarnos.
Por el día, observamos despacio
todo cuanto nos rodea
y nos sentimos complacidos
por encontrar siempre,
detrás de todas las cosas,
a esas manos amigas que nos acompañan.
A ese ser especial
que, firme a nuestro lado,
endulza nuestros amaneceres
y despierta el palpitar de nuestras almas.
Ya, al atardecer,
cuando el sol comienza su lenta retirada,
nos atrevemos a mirarle a los ojos,
respiramos profundamente y
por dentro brota una sonrisa cómplice.
Él nos la devuelve acariciándonos el rostro
muy suavemente,
con sus delicados rayos de despedida.
Es entonces cuando volvemos a tomar nuestro equipaje
cada vez más ligero, si cabe,
con renovadas energías
y reanudamos nuestra marcha
hacia aquellos lugares lejanos
que nos aguardan
para ofrecernos nuevos sorbos de vida...